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El Amén en la Oración Pública

Jeremías dijo: Amén; así lo haga Jehová.

—Jeremías 28:6

Porque si bendices sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu acción de gracias? Pues no sabe lo que dices.

—1 Corintios 14:16

El Amén en la Oración Pública

“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.”

—Mateo 6:9-13

Introducción: La Palabra Amén

El carácter condescendiente y lleno de gracia de Dios, que constituye la introducción a este modelo divino de oración, las diversas peticiones que contiene, y la doxología que le sigue, han sido ya tratados por mis hermanos en el transcurso de este ejercicio mensual. Sólo queda para nuestra consideración el término concluyente y enfático “amén”. Pero, siendo mi texto tan conciso y tan inusual, es muy probable que nunca hubiera subido con él a ningún púlpito de no haber sido escogido para mí en esta ocasión. De hecho, cuando oí por primera vez que se me había asignado esta palabra aislada y única, no pude evitar dudar, pues desde hace mucho he detestado la idea de escoger cualquier parte de las Sagradas Escrituras como tema de una prueba de habilidad con el fin de suscitar curiosidad popular o proporcionar entretenimiento. Tal conducta merece la más enérgica desaprobación, pues es una deshonra para el púlpito y una profanación del ministerio sagrado. Pero cuando reflexioné sobre el significado de la palabra “amén”, sobre la solemne conexión en la que se encuentra, y sobre el hecho de que por sí sola constituye una oración, acepté la elección que mis hermanos habían hecho por mí. Aunque el texto sea extremadamente breve y muy inusual, el tema es de considerable importancia tanto para los ministros de la Palabra como para los cristianos en general. Por tanto, desterrando totalmente de nuestras mentes toda vana curiosidad y todo pensamiento frívolo, procedamos con devota solemnidad, como en la presencia de Dios, a considerar el significado del término expresivo tal como se usa aquí y las verdades edificantes que sugiere.

a. El significado de la palabra

En cuanto al significado del término “amén”, del que consta mi texto, puede observarse que, cuando se antepone a una afirmación, significa “ciertamente”, “con seguridad” o, de forma enfática, “así es”. Pero cuando, como en este caso, concluye una oración, ya sea breve o extensa, su significado evidente es “así sea” o “así suceda”. En el primer caso, es asertivo. Asegura una verdad o un hecho, y constituye una aseveración. De este modo lo utiliza frecuentemente nuestro Señor en sus discursos divinos, especialmente en el Evangelio según San Juan, y se traduce correctamente como “de cierto”. En el segundo caso, es petitorio y, por así decirlo, resume todas las súplicas con las que está relacionado. Es un término puramente hebreo, pero ha sido adoptado por muchas lenguas, tanto antiguas como modernas. Su significado en el pasaje que nos ocupa es, por tanto, “así sea” o “así suceda”.

b. Su uso autorizado

Así lo utilizaban los antiguos hebreos, de lo cual tenemos abundante evidencia en el Antiguo Testamento. \[Un ejemplo de este uso es] cuando la palabra aparece por primera vez en nuestra Biblia en inglés, respecto a una mujer israelita sospechosa de adulterio, quien, al oír la maldición condicional pronunciada sobre ella, debía responder: “Amén, amén” (Así sea, así sea; Núm. 5:22). Así también ocurre en el último ejemplo de su uso por los escritores inspirados. Pues, a las palabras de nuestro Señor: “Ciertamente vengo en breve”, la respuesta es: “Amén. Sí, ven, Señor Jesús” (Apoc. 22:20).

Y el término enfático no era utilizado entre los antiguos hebreos sólo por individuos aislados, sino también en ciertas ocasiones por una asamblea en conjunto. Así, por ejemplo, cuando seis de las tribus escogidas se reunieron en el monte Ebal, y los levitas proclamaron una variedad de maldiciones sobre quienes transgredieran las leyes de Jehová, todo el pueblo debía unirse diciendo: “Amén… Amén” (Deut. 27:14-25). Asimismo, cuando Esdras bendijo a Jehová, el gran Dios, “todo el pueblo respondió: Amén, amén, alzando sus manos” (Neh. 8:6).


Esta práctica religiosa, al no ser de tipo ceremonial ni exclusiva del ritual judío, distaba mucho de estar limitada a la dispensación mosaica; pues fue adoptada en el culto público de las iglesias cristianas primitivas y recibió la aprobación de la autoridad apostólica, como lo demuestran las siguientes palabras: “Porque si bendices sólo con el espíritu \[mediante el uso de un don extraordinario, en lengua desconocida], el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu acción de gracias? Pues no sabe lo que dices” (1 Co 14:16; Ap 5:11-14). Por medio de este notable pasaje se nos enseña que era costumbre en las iglesias apostólicas que, cuando quien dirigía la adoración concluía una oración devocional a Dios, todos los cristianos que componían la asamblea se unieran, ya sea en voz alta o mentalmente, diciendo: “Amén”. Esta práctica no era exclusiva de las iglesias compuestas principalmente por conversos judíos, quienes bien podrían haberla transferido del culto sinagogal, sino que también se observaba en las iglesias gentiles, entre las cuales se hallaba la iglesia de Corinto. Y contaba con el respaldo de la autoridad divina, pues el escritor inspirado argumenta sobre esta misma base al reprender el uso indebido de un don espiritual extraordinario. Esta práctica en las iglesias primitivas, al recibir una sanción divina en cuanto al culto del Nuevo Testamento, posee la fuerza de un precepto apostólico explícito o de una ley divina; y, en consecuencia, por ser de naturaleza moral, constituye un deber igualmente vinculante para los individuos que hoy forman parte de una asamblea de adoración, tal como lo era para la iglesia de Corinto, unir su solemne “Amén” al final de una oración dirigida a Dios.

La misma costumbre continuó entre los cristianos en épocas posteriores, como aprendemos de Justino Mártir, de Crisóstomo y de otros. Jerónimo nos informa que, en su tiempo, era costumbre concluir cada oración pública de tal manera que el “amén” unánime del pueblo sonaba como el estruendo de una cascada o el ruido del trueno. Pero así como, en muchos casos, los ritos y costumbres apostólicas fueron, en siglos posteriores, totalmente abandonados o gravemente corrompidos, hay razón para suponer que el “amén” enfático, solemne y devoto que Pablo aprobaba, con el tiempo se transformó en una formalidad ruidosa, carente de significado y bastante impropia.

Tampoco es digno de elogio el proceder de algunos creyentes en nuestros tiempos, quienes, con voz baja pero audible, agregan su “amén” a casi cada frase pronunciada por quien es la voz de la oración congregacional. Esto se debe a que, en ciertos casos que he podido observar, quienes acostumbran a hacerlo a veces pronuncian su “amén” antes de que la frase haya sido completada, y por tanto no pueden comprender plenamente su significado. No es digno de elogio además porque tiene la tendencia a interrumpir la devoción de los adoradores cercanos. Esto también porque, en ocasiones, puede desconcertar los pensamientos de quien dirige la oración. Un “así sea” mental, en tal caso, es todo lo que debería emplearse.

Pero ya sea que al finalizar una oración comunitaria agreguemos nuestro “amén” en voz audible, en un susurro o simplemente de manera mental, siempre debería incluir, como en el caso de Benaía, un ferviente deseo de que sea ratificado por el “amén” del propio Dios. Cuando David, postrado en su lecho de muerte, nombró a Salomón como su sucesor en el trono de Israel, Benaía respondió: “Amén; así lo diga Jehová, Dios de mi señor el rey” (1 R 1:36; Jer 28:6). Sí, hermanos míos, cuando decimos “Amén”, debe ser con una reverente y creyente consideración hacia ese divino “amén”. A esto probablemente se refería Lutero cuando, escribiendo al temeroso Melanchthon, dijo: “Estoy orando por ti. He orado por ti, y seguiré orando por ti. No dudes que seré escuchado, porque siento el ‘amén’ en mi corazón”.

Ahora, hermanos míos, siendo tal el significado del expresivo término “amén”, y siendo tal su uso divinamente autorizado, no sólo en la devoción privada sino también en las asambleas de adoración, tanto judías como cristianas, procedamos a considerar las verdades edificantes que sugiere con respecto a la oración, ya sea secreta o comunitaria.

1. El Amén Exige Entendimiento, Fervor y Expectativa en la Oración

Sugiere en primer lugar que debemos orar con entendimiento, con fervor y con expectativa.

a. Con entendimiento

Sugiere de manera enfática que debemos orar con entendimiento. Pues así como nuestro “amén”, ya sea en público o en privado, no es más que una formalidad si no lo pronunciamos con reverente atención al “amén” de Dios mismo, así también enseña claramente la necesidad de orar conforme a la voluntad revelada de Dios. Porque, ¿para qué oramos, sino para que Dios escuche, apruebe y acepte nuestras adoraciones, confesiones, súplicas y acciones de gracias que le dirigimos? No hay razón para esperar esto sino en la medida en que nuestras oraciones se conformen a sus propias instrucciones. Ahora bien, su santa, sabia y bondadosa voluntad respecto a este asunto tan importante debe aprenderse a partir de las doctrinas y promesas, los preceptos y los ejemplos contenidos en la Sagrada Escritura.

Si entonces oramos conforme a estas enseñanzas, nos acercaremos al Padre de misericordias con el carácter que nos corresponde, es decir, no como reclamantes, sino como suplicantes. Debemos acercarnos con una profunda conciencia de nuestra culpa y depravación, de nuestra ignorancia e indignidad, y como enteramente dependientes de su misericordia. Porque “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lc 18:13) figura en el registro divino como una oración digna de imitación. Ahora bien, un pecador, en cuanto tal, es un ser maldito, o alguien que merece condena.

Si oramos como enseñan las Escrituras, nos acercaremos al Rey Eterno con fe en la suficiencia plena de la expiación y en la eficaz intercesión de Jesucristo. Pues así como sólo por su obediencia vicaria, consumada en la cruz, nuestros pecados son perdonados y nuestras personas justificadas ante los ojos de Dios, así también sólo por la intercesión de nuestro gran Sumo Sacerdote en el santuario celestial nuestras oraciones ascienden con aceptación ante el Altísimo. Esto se nos enseña, si no yerro, en el siguiente pasaje notable: “Otro ángel vino entonces y se paró ante el altar con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos” (Ap 8:3-4). Esta es una representación del antiguo sumo sacerdote judío quemando incienso sobre el altar de oro el día de la expiación, cuando entraba en el lugar santísimo. Porque ese altar estaba justo a la entrada de dicho lugar, directamente ante el propiciatorio, o trono de Jehová, en el santuario terrenal, al cual alude el apóstol cuando habla del “trono de la gracia” (Heb 4:16). Por tanto, este ángel apocalíptico es nuestro Sumo Sacerdote; pues nadie más podía acercarse a ese altar y quemar incienso sobre él, cuyo humo debía entrar en el lugar santísimo.

Ahora bien, “las oraciones de los santos” denotan todo el culto de la iglesia cristiana, el cual es presentado ante el trono de Dios por nuestro Sumo Sacerdote celestial. No se dice que las oraciones de todos los santos subieron, sino que el humo del incienso subió a Dios desde la mano del ángel; porque es la intercesión de Cristo, y sólo ella, la que asegura su aceptación ante Dios. Pues una mezcla tan grande de pecado, una imperfección tan variada, y una indignidad personal tan manifiesta acompañan todos nuestros actos devocionales, que bien podríamos desesperar de que recibieran aceptación divina si no fuera por la obra y la dignidad de nuestro gran Sumo Sacerdote, que ha ascendido a los cielos, Jesús el Hijo de Dios. Pero la suficiencia total de su expiación por el pecado purifica la iniquidad de nuestras cosas santas (Éx 28:38). La eficacia infalible de su intercesión da aceptación a nuestra adoración, que en sí misma es muy imperfecta; y la suprema dignidad de su Persona, quien comparece como representante de sus redimidos, libera la conciencia de ese doloroso sentido de indignidad personal que impediría nuestro acercamiento con confianza al trono de la gracia. Estas consideraciones están admirablemente adaptadas para aliviar la conciencia, consolar el corazón y animar la devoción.

Si oramos conforme a las instrucciones de la Escritura, será con especial atención a la ayuda del Espíritu Santo, quien es expresamente llamado “el espíritu de gracia y de oración” (Zac 12:10), siendo su asistencia absolutamente necesaria para un “amén” santo. Pues tal es la oscuridad de nuestras mentes, que “no sabemos pedir como conviene” (Rom 8:26). Y tal es la carnalidad de nuestros corazones, que no podemos provocar por nosotros mismos un estado devocional. Seremos más conscientes de la necesidad de esta ayuda divina en la medida en que recordemos que Aquel a quien dirigimos nuestras oraciones, Aquel que es nuestro Dios, es fuego consumidor. De ahí aquel precepto apostólico: “Retengamos la gracia, por la cual sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia.” Este precepto se refuerza con esta consideración: “Porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Heb 12:28-29).

Sí, aunque bajo la economía cristiana el objeto infinito de nuestra adoración no manifiesta su presencia particular mediante la aparición milagrosa de fuego devorador, como lo hizo con Moisés en la zarza y con los israelitas en el monte Sinaí, aquellas propiedades divinas —su pureza absoluta, su ardiente celo, y su justicia punitiva— que estaban simbolizadas por el aterrador emblema de fuego (Deut 4:23-24; 9:3), siguen siendo las mismas. Pues su inmutabilidad nos impide suponer que ahora es menos puro en su naturaleza, menos celoso de su honra en el culto que exige, o menos dispuesto a ejecutar justicia sobre los transgresores que en la dispensación mosaica. Es, por tanto, un grave error suponer que cuando Dios es denominado fuego consumidor, se refiere exclusivamente a los pecadores considerados simplemente como carentes de mediador. Esto se debe a que la aplicación y uso de ese carácter divino por parte del apóstol evidentemente se dirige a cristianos verdaderos tanto como a otros. Si entonces nos acercamos al Santísimo con aceptación, debe ser por la fe en la sangre de Jesús, con la ayuda del Espíritu Santo (Ef 2:18; 3:12) y con profunda reverencia. Porque donde no hay reverencia, no hay devoción. En la medida en que nos dirijamos a Dios bajo su influencia divina, oraremos con conocimiento y con fe, con libertad y con gozo.

b. Con fervor

Este término adverbial y expresivo (amén) sugiere que, al dirigirnos a Dios conforme a su voluntad revelada, debemos orar con fervor santo. Sí, ya que mediante la palabra conclusiva “amén” resumimos todas las peticiones anteriores, manifiestamente denota intensidad en nuestra súplica al Manantial de misericordias y Amigo del hombre. Pues, ¿con qué propósito o con qué propiedad repetimos brevemente nuestras peticiones si no hay fervor en nuestra oración—si no nos dirigimos a Dios con verdadero anhelo de obtener las bendiciones que suplicamos? Sin esto, nuestro “amén” pierde su énfasis y se convierte en una formalidad superficial o en una mera palabra de rutina.


c. Con expectativa

Una vez más, esta palabra expresiva y solemnemente conclusiva (amén) nos enseña que debemos orar con la expectativa de recibir una audiencia misericordiosa del Rey Eterno. Porque, ¿para qué oramos, y por qué nos ha enseñado Jesús a concluir nuestras peticiones con un enfático “así sea”, si no tuviésemos fundamento alguno para esperar que Dios, condescendientemente, escuche y responda con gracia nuestras diversas súplicas añadiendo su propio y eficaz amén? Es de gran importancia, hermanos míos, que en cada ejercicio devocional nos acerquemos a Dios con expectativa. Porque, cuando no hay expectativa de una audiencia misericordiosa y de recibir beneficios de su mano generosa, o bien no hay sentido de necesidad, y se trata simplemente de un acto formal, o bien se ora bajo la sentencia de una obligación de adorar a Dios, pero oprimidos por un temor servil. En ambos casos falta el principio que anima la oración: la fe que actúa mediante la expectativa.

Para gozar de esta expectativa al acercarse a Dios, es necesario que la persona sea consciente de sus necesidades espirituales en conexión con una visión de la misericordia revelada; porque, carentes de esa sensibilidad, apenas tienen un motivo válido para acercarse al trono de la gracia. Pueden orar, sí, a su manera; pero al no sentir sus múltiples necesidades, no tienen objetivos concretos por los cuales suplicar al Padre celestial. Sus oraciones son mecánicas y obedecen tan solo a una costumbre religiosa. Pero en la medida en que alguien esté convencido de sus numerosas carencias, crea en Jesús y se aferre a las promesas de gracia, esa expectativa actuará en sus súplicas cotidianas. Y esta expectativa vivificante no se limita a la paz de la conciencia y al gozo espiritual. No, también se orientará en gran medida hacia comunicaciones divinas de instrucción espiritual, de reprensión necesaria, de apoyo en las pruebas, y de influencia santificadora en sus múltiples aplicaciones al corazón humano.

Como medio para suscitar esta expectativa, deberíamos considerar y procurar comprender los atributos misericordiosos bajo los cuales se nos revela el gran Objeto de nuestra devoción, en conexión con aquellas declaraciones divinas, preceptos y promesas que se relacionan especialmente con la oración.

Sus atributos misericordiosos. Por ejemplo: “Padre nuestro que estás en los cielos… el Dios de toda gracia… el Dios de toda consolación… el Padre de misericordias… Jehová… que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado… tú que escuchas la oración” (Mat 6:9; 1Pe 5:10; 2Co 1:3; Éx 34:6-7; Sal 65:2).

Declaraciones, preceptos y promesas. A modo de ejemplo: “Abre tu boca, y yo la llenaré… Pedid, y se os dará… Buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá… Tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él \[Cristo]… Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro… Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne; y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura” (Sal 81:10; Jn 16:24; Mat 7:7; Ef 3:12; Heb 4:16; Heb 10:19-22). Estos y otros atributos semejantes de Aquel a quien adoramos—estas y otras expresiones inspiradas—junto con los numerosos hechos registrados relativos al éxito de la oración, justifican plenamente nuestra expectativa de una respuesta misericordiosa en el momento oportuno cuando nos acercamos al Padre divino en el nombre de Jesús. Es más, tal es la provisión que la gracia soberana ha hecho para animar la oración con esperanza, que el más vil de los pecadores en la tierra tiene motivos para esperar el divino amén a su oración cuando, de corazón, clama: “¡Dios, sé propicio a mí, pecador, por medio de la expiación!”

Aquí, sin embargo, para evitar equívocos, quisiera añadir las siguientes advertencias. Que nadie imagine que su obligación de orar nace simplemente del hecho de que hay motivos para esperar que Dios responderá con gracia a sus peticiones. No, porque aunque esa razón de expectativa sea un aliento gozoso y un gran incentivo para orar, dista mucho de ser el fundamento de nuestra obligación de postrarnos ante nuestro Creador. La excelencia infinita de Dios, su dominio absoluto sobre nosotros y nuestra total dependencia de Él para la vida, la bendición y el ser constituyen la base de nuestra obligación de adorarlo. ¿Se nos ha concedido una razón sólida para esperar el amén de Dios mismo a nuestras oraciones? Es por su mera misericordia soberana, que bien pudo habernos sido totalmente negada sin debilitar en lo más mínimo el verdadero fundamento de nuestra obligación de adorarlo como Creador y Gobernador moral del universo. Terrible, pues, es el estado del hombre que, teniendo el uso de sus facultades racionales, vive sin oración. Es un ateo práctico. Renunciando implícitamente al dominio divino y negando en la práctica al Dios que está por encima, reclama virtualmente independencia de todo poder invisible. Haciendo de su propia inclinación la regla, y de su propio placer el fin de su conducta, el lenguaje de su corazón es el del impío en el libro de Job: “¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos? ¿Y de qué nos aprovechará que oremos a él?” (Job 21:15). Independientemente, entonces, de la provisión que la gracia ha hecho para la santidad y felicidad de los pecadores mediante la expiación e intercesión de Jesucristo, mediante la ayuda del Espíritu Santo en los deberes devocionales, y mediante el dar razón sustancial para esperar una respuesta condescendiente a nuestras súplicas, estamos obligados a reverenciar, amar y adorar al Soberano eterno.

Además, que nadie entre ustedes considere que esta expectativa implica que el amén de Dios, cuando se concede a nuestras oraciones, coincidirá siempre con el tiempo y la forma que nosotros preferimos. Contra esa suposición, la Escritura nos previene tanto mediante la doctrina como mediante los hechos.

Por medio de la doctrina. Así, por ejemplo, nuestro Señor contó una parábola sobre la viuda persistente y el juez injusto con el declarado propósito de inculcar la necesidad de perseverancia en la oración hasta que se obtenga la bendición solicitada (Lc 18:1-8). Pero es la expectativa de recibir el beneficio solicitado la que debe fortalecer el alma para tal perseverancia, porque el desaliento corta los nervios de la súplica.

Por medio de los hechos. Así, por ejemplo, Pablo reiteró su ferviente súplica al Señor para que se apartara de él el aguijón en su carne, el mensajero de Satanás, y fue escuchado con gracia. Pero no fue mediante la remoción inmediata de aquello que tanto lo afligía. Porque la respuesta de Jesús fue: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2Co 12:7-9). Esto, sin duda, en las palabras de David, lo fortaleció con vigor en su alma (Sal 138:3) para sobrellevar con sumisión paciente aquella dolorosa prueba, y demuestra que Dios puede añadir su amén a nuestras oraciones mientras continúan las tentaciones o cargas que padecemos. Sí, si fortalece la fe, aumenta la paciencia y aviva la esperanza de un desenlace feliz, no sólo responde a la oración, sino que da prueba de ello, aunque el motivo de la queja del cristiano persista en toda su fuerza.

Una vez más: Que nadie espere que Dios dirá “Amén” a sus súplicas por la mortificación de fuertes corrupciones, por paz espiritual o por gozo santo, a menos que esas súplicas estén acompañadas de una disposición habitual a velar, a usar los medios designados para el crecimiento espiritual y a traducir sus súplicas en práctica piadosa. Es acertado lo que dijo un autor eminente: “Quien ora como debe, procurará vivir como ora.” Ahora bien, quien actúe según esta regla vigilará cuidadosamente las operaciones secretas de su propia mente, las afecciones de su corazón y las diversas áreas de su conducta. Estas las comparará frecuentemente con sus confesiones, súplicas y acciones de gracias ante el trono de la gracia. Por medio de esta comparación recibirá a diario una variedad de reprensiones saludables que tenderán a aumentar la vigilancia y promover la humildad—fortalecerán el espíritu de abnegación y estimularán el fervor en la devoción. La utilidad de la oración, incluso en este aspecto, aunque probablemente muy pasada por alto por muchos creyentes, es de gran importancia. En cuanto a la paz espiritual y al gozo santo, nuestro Señor ha prohibido implícitamente a sus discípulos esperarlos si no están unidos a la obediencia de sus mandamientos. Pues así habla: “Si alguno me sirve, mi Padre le honrará… El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él… El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn 12:26; 14:21, 23). Gozo sublime y beatificante se promete aquí, y ha de ser esperado, no por los cristianos nominales en general, ni por los profesores superficiales del evangelio genuino, ni siquiera por los santos verdaderos, sino en la medida en que vivan por la fe en el Hijo de Dios, sean diligentes en el uso de los medios espirituales, sean vigilantes, prudentes y abnegados, procuren sinceramente la imparcialidad y la coherencia en su obediencia a Jesucristo, y estén espiritualmente orientados. Nunca debemos olvidar que, cualesquiera que sean las palabras que usemos en la oración, Dios las interpreta según los deseos secretos de nuestros corazones.


2. El Amén Sugiere Advertencias y Reprensiones

Habiendo considerado el significativo y solemne “Así sea”, como una indicación implícita de que debemos orar con entendimiento, con fervor y con expectativa, procedemos ahora a mostrar, en segundo lugar, que este mismo término tan abarcador y enfático sugiere una variedad de saludables advertencias y agudas reprensiones en lo que respecta a la oración comunitaria. Esto lo hace tanto para quien dirige la adoración como para quienes se unen a ella.

a. Para quien dirige la adoración

Es evidente que aquellos por quienes él actúa como boca en la oración están bajo la obligación de unirse a él durante toda la oración de manera que puedan concluir con un “amén” cordial. Ahora bien, este enfático “Así sea” prohíbe e implícitamente reprende con fuerza:

El uso de palabras y modos de expresión que sus compañeros de adoración no entienden. Nuestro lenguaje en la oración comunitaria debe ser siempre tan claro y sencillo que incluso quienes no saben leer y tienen capacidades limitadas puedan comprender lo que se quiere decir; de otro modo, ¿cómo podrían añadir su “amén”? Jamás es tan mal aplicado, tan despreciable y tan abominable a los ojos de Dios el deseo de parecer erudito o de demostrar dominio del lenguaje elegante como cuando se lo hace al dirigirse a Él en oración pública. Convertir deliberadamente lo que debe ser la súplica de pecadores postrados ante el trono de la gracia clamando por misericordia en una ocasión para exhibir el brillo de la propia inteligencia o la superioridad de la formación literaria, es un mal de magnitud nada común. Pero aunque la impropiedad de tal conducta sea tan evidente y su culpabilidad tan grande, presumo que algunos en esta asamblea pueden testificar por experiencia propia la necesidad de estar constantemente en guardia para no caer, en lugar de adorar con reverencia y temor santo al Dios que es fuego consumidor (Heb 12:28-29), en lo que el lenguaje figurado de la inspiración describe como ofrecer sacrificio a su red y quemar incienso a su red (Hab 1:16). Deben estar atentos para que el deseo de causar una buena impresión entre sus semejantes y la codicia de aplauso popular no actúen en sus corazones más que el sentido de la Presencia divina, la contrición por el pecado, la fe en Cristo o el anhelo de comunión con Dios. Aquel que tiene el honor de dirigirse a ustedes en esta ocasión, aunque ya encanecido en la profesión de piedad y en el ministerio del evangelio, reconoce en esto mismo un gran motivo de profunda humillación y de estricta vigilancia.

El “amén” conclusivo y expresivo prohíbe enérgicamente y reprende severamente toda expresión rebuscada o lenguaje vulgar destinado a provocar una sonrisa, y todo término o frase que tenga sabor a ingenio o artificio. Porque todo lo de esa índole, siendo opuesto a la atención devota, al fervor colectivo y a la misma naturaleza de la oración, resulta perjudicial para un armónico y solemne “Así sea”. Es más, un lenguaje que, aunque no sea absolutamente intencional, tenga la tendencia natural de provocar risa en personas serias, las trata con descortesía e insulta la majestad de la presencia divina ante la cual el orador se encuentra. Lejos de servir a Jehová con temor, y aún más lejos de imitar la profunda humildad y reverencia de los serafines en su sublime adoración (Isa 6:1-4), él, con ligereza, profana el servicio del Santísimo, hiere los sentimientos devocionales de quienes son verdaderamente piadosos y ofende al sentido común, incluso de quienes no lo son.

El “amén” unido y conclusivo prohíbe de manera muy contundente y reprende con severidad el uso de frases ambiguas o expresiones de significado dudoso. Porque, ante súplicas y acciones de gracias expresadas con tal lenguaje, ¿quién, aparte de la persona que las pronuncia, puede decir “Así sea”? Usar involuntariamente este tipo de expresiones contradice el propósito de la oración comunitaria; y adoptarlas deliberadamente, o encubrir un significado oculto bajo términos conocidos que no lo expresan directamente, es carecer de integridad y engañar a quienes se unen en el ejercicio solemne. Nunca aparecen las ambigüedades tan odiosas como cuando se presentan ante el Dios que escudriña los corazones en la súplica comunitaria, reclamando el “amén” de los adoradores privados. Pues, ¿dónde, en presencia de quién o con qué motivo debería ejercerse al máximo la simplicidad y sinceridad, sino cuando se está, declaradamente, en comunión con Aquel cuyos ojos son como llama de fuego?

El devoto y unánime “amén” de todos los presentes en la adoración comunitaria prohíbe totalmente y reprende agudamente un giro polémico o controversial en la oración. Porque si quien actúa como boca de una congregación, en lugar de presentar confesiones penitenciales, súplicas ardientes y agradecimientos sinceros a Dios, se dedica a afirmar la verdad o refutar el error, la atención de sus compañeros de oración se desvía necesariamente del verdadero objeto del “amén” final hacia la pertinencia y fuerza, o la debilidad e inutilidad, de sus argumentos. Se interrumpe inmediatamente el ejercicio de un espíritu de oración, y el fervor devocional decae. De modo que, en lugar de adorar ante el trono de la gracia y ser conscientes de ello, están profundamente enfrascados en una controversia mental y sienten como si estuvieran disputando con oponentes. Pero que todo esto es completamente ajeno a la verdadera naturaleza y al propósito real de la oración comunitaria, no cabe la menor duda.

Además, por muy verdadera que sea la opinión o loable la práctica defendida en la oración, no es improbable que haya en la asamblea personas verdaderamente piadosas que tengan dudas respecto a la veracidad de esa opinión o la validez de esa práctica. Pero en la súplica comunitaria, quien dirige la devoción debe procurar expresarse de tal manera que todo cristiano verdadero—todo aquel que posee el Espíritu de oración y no está bajo la influencia inmediata de algún prejuicio o tentación—pueda unirse de corazón en el “amén” final. Y no es irrelevante observar que, aunque los verdaderos convertidos difieran mucho en algunos puntos doctrinales y ciertos modos de culto, la experiencia y la oración nos enseñan que entre ellos existe una armonía agradable. Añadiré que predicar la Palabra no es lo mismo que orar. Porque si un ministro de Cristo, como maestro público, se dirige a una audiencia sobre la doctrina de la gracia o sobre el deber, actuando en ese carácter y a título individual, debe—lo aprueben o no quienes lo rodean—expresar su propia visión de las verdades, bendiciones, obligaciones y peligros, mientras el pueblo escucha y juzga por sí mismo. Pero cuando dirige la oración, no aparece como un individuo aislado, ni como maestro público, sino como miembro del cuerpo colectivo, como la boca de la congregación, o como el instrumento mediante el cual toda la asamblea da a conocer sus súplicas unidas a Dios.

El “amén” conclusivo y solemne prohíbe absolutamente y reprende severamente toda manifestación de pasión airada, envidiosa o maliciosa. Porque así como nuestro Señor nos ha enseñado que el menor grado de malevolencia hacia el prójimo es incompatible con la naturaleza de una oración aceptable cuando es realizada por un individuo (Mar 11:25-26), igualmente, todo lo que tenga apariencia de resentimiento personal o parezca incongruente con una genuina benevolencia hacia nuestros semejantes constituye, en la medida en que se manifiesta, un obstáculo insuperable para el “amén” justo, devoto y solemne que se requiere. Pues, como ya se ha preguntado, ¿dónde, cuándo, en presencia de quién y con qué motivo debería el corazón estar lleno de rectitud y de afectos benignos hacia nuestros hermanos de la raza humana, si no cuando se está, declaradamente, postrado a los pies de la Majestad eterna, ya sea suplicando misericordia o presentando agradecimientos por los beneficios recibidos? ¿Dónde deberían expresarse la humildad y la mansedumbre, dónde los desbordes de amor a Dios y al prójimo, sino ante el trono de la gracia?

En resumen, el “amén” unánime, solemne y enfático de los adoradores silenciosos en la oración comunitaria prohíbe y reprende toda impropiedad y defecto moral en quien dirige la devoción, que tenga una tendencia natural a interferir con la atención devota, la solemnidad profunda y el ejercicio vivo de los afectos santos hacia Dios. Si, por tanto, quien es la boca en la súplica comunitaria no parece sentir la solemnidad de su situación al dirigirse al Altísimo; si no ora con humildad, reverencia y sinceridad de corazón; si su lenguaje y su modo de hablar dan fundadas razones para sospechar que realiza el servicio de forma meramente oficial o rutinaria; si prolonga la oración a tal punto que fatiga la atención de quienes no están impedidos físicamente y poseen el Espíritu de oración; o si se duda de la rectitud de su conducta habitual y de la piedad de su carácter general, el “amén” conclusivo no puede esperarse que tenga ni el énfasis ni la devoción que el caso requiere. Así hemos visto cuán fecundo en advertencias y amonestaciones es el solemne y final “¡Así sea!” para todo aquel que actúa como portavoz en la oración comunitaria.

Consideremos ahora el mismo término adverbial y abarcador como portador de saludables advertencias y agudas reprensiones...


b. A quienes se unen en silencio a la súplica comunitaria

Este término poderoso, por ejemplo, advierte con fuerza y reprende severamente todo grado de negligencia en cuanto a la asistencia puntual al lugar de oración antes de que comience el ejercicio devocional. Por supuesto, hasta las personas más piadosas, en toda clase de ocupaciones, están expuestas a obstáculos inevitables, especialmente en días laborales; y, por lo tanto, en ciertos casos, puede ser tanto piadoso como prudente entrar al lugar de adoración después de que la oración haya comenzado, en lugar de ausentarse por completo. Sin embargo, en multitud de casos, este inconveniente podría evitarse mediante una previsión sabia y bien aplicada. Pero una cosa es verse impedido inevitablemente, y otra muy distinta no procurar con conciencia estar siempre presente a tiempo. Cuando las personas entran en una asamblea de adoración después de que la oración ha comenzado, no sólo se ven imposibilitadas de decir “amén” a las peticiones previas, sino que interrumpen la devoción de los demás. Esto lo hacen no sólo al abrir puertas, cruzar los pasillos y entrar en los bancos—ruido que a menudo se incrementa por el golpeteo de zapatos con suela dura—sino también, en ocasiones, al tomar asiento, mostrando una especie de respeto profano unos a otros en el mismo banco. Dije “una especie de respeto profano”, y no puedo darle un calificativo más suave. Porque suspender, aunque sea por un momento, un acto de devoción a Dios para no omitir un gesto de cortesía o una expresión de estima hacia otro ser humano, es incomparablemente más absurdo e impropio que si un reo condenado, al suplicar por su vida a los pies de su soberano, interrumpiera su súplica para acariciar a un perro faldero. Una censura similar se aplica a quien, sin necesidad particular, consulta la hora, ya sea en el reloj público o en su propio reloj, mientras supuestamente se encuentra dirigiéndose al Dios omnipresente en oración o alabanza. Estas y otras impropiedades similares son, en verdad, tan flagrantes que no se necesita iluminación espiritual para descubrirlas, ni una conciencia especialmente sensible para detestarlas. La naturaleza del caso y el sentido común bien aplicado bastan para ello.

Además, aunque el “amén” final y unánime no estuviera en cuestión, en la medida en que dejamos de estar presentes innecesariamente para la oración comunitaria antes de que comience el ejercicio, siendo la hora fija y conocida, demostramos evidentemente una falta de respeto por el culto divino, y nos preocupa mucho menos aprovechar el tiempo destinado a la comunión con Dios y al beneficio espiritual personal que lo que preocupa a los seguidores del placer desenfrenado obtener la satisfacción completa de sus deseos en el teatro o en cualquier otro lugar de diversión ilícita. Por tanto, la negligencia habitual de este tipo puede atribuirse a una carencia habitual de principios devocionales, lo cual es una señal alarmante de que el corazón no está bien con Dios.

De hecho, hay razón para temer que muchas personas, cuando esperan escuchar un sermón, dan poca importancia a unirse a la primera oración, con tal de llegar a tiempo para oír al ministro anunciar y leer su texto. Esto, sin embargo, es una parcialidad absurda y culpable respecto a los deberes de la religión comunitaria. Porque tales profesantes del cristianismo no parecen presentarse en un lugar de adoración con el fin de adorar a Aquel en quien viven, se mueven y son; ni para derramar sus corazones ante Él y tener comunión con Él como el Dios de toda gracia, que ciertamente debería ser su primera intención; sino que asisten por otros motivos que les resultan más agradables. Tal vez asisten, simplemente por costumbre, para satisfacer la curiosidad escuchando a algún predicador nuevo o destacado; o, considerándose expertos críticos en asuntos teológicos, para juzgar la solidez de su doctrina y evaluar sus capacidades ministeriales. De ahí que sea común que las personas, al declarar cómo han utilizado o planean utilizar su tiempo en los lugares de culto público, digan: “He estado” o “Con la ayuda de la Providencia, pienso ir a tal o cual lugar”, no “para adorar a Dios”, sino “para oír a tal predicador”. ¿Pero qué indicio hay de verdadera piedad o religión genuina en un lenguaje y conducta de este tipo? Naturalmente sugieren la idea de que la oración y la alabanza públicas se han vuelto costumbres obsoletas e inútiles. Hay razón para concluir, sin embargo, que quienes tratan con indiferencia la súplica y la alabanza comunitarias nunca han recibido mucho provecho de la predicación pública.

El término enfático (“amén”), repetido con frecuencia, inculca cautela y ofrece reprensión en lo relativo a los pensamientos divagantes y la falta de atención en la oración comunitaria. Porque, en la medida en que estos predominan en el adorador silencioso, no puede, sin hipocresía, unirse al “amén” final. Tener pensamientos vagos mientras se está supuestamente dirigiendo al Dios omnisciente es algo común incluso entre cristianos verdaderos, sí, y en ocasiones incluso pensamientos detestables y repugnantes para una mente devota. Ni siquiera los santos más avanzados en esta vida están completamente libres de ellos. Pero tener confesadamente estos pensamientos sin sentir dolor por ellos y sin lamentarse sinceramente ante Dios—sin velar, orar y luchar contra ellos—es señal de un hipócrita, o al menos de un autoengañado. Por lo tanto, dado que hasta los mejores hombres están expuestos, en los momentos sagrados de comunión con Dios, a ser interrumpidos por estos intrusos detestables, es nuestro deber indispensable guardarnos contra ellos por todos los medios, tanto en la devoción pública como privada. Porque es muy cuestionable el carácter religioso de aquel adorador que, en la súplica pública, está habitualmente atento a todo lo que ocurre a su alrededor; que, salvo que esté muy indispuesto, cambia de postura casi cada minuto; y que pasa buena parte del tiempo mirando a distintas partes de la congregación o del edificio. No se puede suponer con justicia que el corazón de tal adorador esté influenciado por el Espíritu de súplica, ni que esté en un estado de profunda humillación ante el trono de la gracia, ni quebrantado en santo dolor por el pecado, ni absorto en afectos devotos hacia Dios, ni disfrutando de comunión con Él, ni buscando con fervor esos refinados deleites—ni siquiera que esté en condiciones adecuadas para unirse al solemne “amén”.

El “así sea” final brinda útil advertencia y, en muchos casos, necesaria reprensión en lo relativo al amor fraternal y la unidad cristiana entre los que se unen en la oración comunitaria. Porque, al dirigirse a Dios por medio de un instrumento público, todos tienen una sola voz en la oración. En consecuencia, el Objeto de su oración; el carácter que asumen; el medio de su acercamiento al trono divino; los fundamentos de su esperanza para recibir una respuesta condescendiente; junto con sus confesiones, súplicas y acciones de gracias, son los mismos para todos los involucrados en el ejercicio devocional. Además, mediante el “amén” final y abarcador, salvo que haya alguna excepción oculta en sus propias mentes, ellos resumen todo lo que ha sido expresado. Siendo tal su unión declarada cuando se comunican con Dios en el propiciatorio, las disposiciones de sus corazones y la tónica de su conducta mutua deberían sin duda estar en santa armonía con su adoración comunitaria al que escudriña los corazones. Sus actitudes y conducta deberían ser amables, afectuosas y armónicas. No es posible que todos ellos se unan en un “amén” verdaderamente devoto si sus afectos mutuos son ásperos, poco sociables o inmorales.

Una vez más, el término conclusivo y abarcador que tenemos ante nosotros (amén) advierte con gran firmeza y reprende severamente el uso de un lenguaje en la oración con el que el corazón no está en genuino acuerdo. Para que un “amén” sea aceptable ante los ojos de Dios, deben estar comprometidos el entendimiento iluminado, la conciencia conmovida y un corazón recto en la oración; pues, sin algún grado de estas cualidades mentales en ejercicio, el “Así sea” final y enfático no expresa la más mínima devoción en quienes lo pronuncian, sino que se convierte en una palabra más, dicha por rutina. Una conciencia de pecado, un deseo sincero de recibir bendiciones de la mano de la misericordia soberana, una atención seria al lenguaje de la oración comunitaria y una adopción cordial de las peticiones bíblicas presentadas a Dios son necesarias para un “amén” devoto.

Carentes de esto, y sin preocuparse por ello, cuántas veces, ¡ay!, en cuántos millones de casos, se ha añadido un “Así sea” verbal a las distintas partes de este modelo divino de oración cuando se usa como una forma fija, estando el estado del corazón y el tono de la conducta en oposición al lenguaje empleado. Multitudes han dicho sin vacilar: “Padre nuestro que estás en los cielos” (Mat 6:9), como si sin duda alguna tuvieran una relación filial con Dios, reverenciaran Su majestad, confiaran en Su cuidado paternal y vivieran con gran expectativa de disfrutar la herencia eterna, cuando en realidad su conducta demostraba que eran, como dijo nuestro Señor, hijos de su padre el diablo (Jn 8:44).

Han usado diariamente y añadido su “amén” a “santificado sea tu nombre” (Mat 6:9), como si la santificación de Su carácter augusto fuera el primer deseo de sus corazones y el principal objetivo de sus vidas, mientras la pasión dominante de sus almas era engrandecer su propio nombre y el de sus familias en el mundo, quizá incluso a costa de la piedad y la verdad, de la justicia y la humildad.

Han añadido su “amén” a “venga tu reino” (Mat 6:10), como si la conversión de los pecadores a Jesucristo, la extensión de Su imperio de gracia en las almas de los hombres y el crecimiento de Su iglesia visible en la tierra fueran objeto de su ardiente deseo, cuando su preocupación predominante era incrementar sus propias posesiones, poder y honor—es más, cuando sus corazones estaban llenos de amargura y sus manos armadas de venganza contra los verdaderos súbditos de ese reino espiritual.

Han dicho “amén” a “hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mat 6:10), como si estuvieran sinceramente dispuestos a cumplir la voluntad revelada de Dios y deseosos de que tal disposición fuera universal entre la humanidad, cuando la inclinación predominante de sus almas y el curso general de su conducta estaban en abierta hostilidad con todo principio de verdadera virtud y con cada precepto de genuina piedad.

Han dicho “amén” a “el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” (Mat 6:11), como si, sintiendo habitualmente su dependencia de la generosidad de Dios para cada bien temporal, fueran sinceramente agradecidos por lo meramente necesario para la vida, mientras en realidad ignoraban la Providencia en la obtención de los bienes temporales, ansiaban acumular riquezas y escalar posiciones tanto eclesiásticas como seculares.

Han añadido su “amén” a “no nos metas en tentación, mas líbranos del mal” (Mat 6:13), cuando lejos de evitar cautelosamente las ocasiones de tentación al pecado, y tan lejos igualmente de orar habitualmente para que Dios los preserve de caer en las trampas de Satanás, estaban entregados a los placeres de la sensualidad, a las gratificaciones de la avaricia o a las ambiciones del poder.

Y finalmente han añadido su “amén” a “perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mat 6:12), como si, llenos de benevolencia y misericordia hacia quienes los han ofendido, el menor indicio de arrepentimiento por parte de estos bastara para merecer su perdón, cuando en realidad sus corazones estaban tan llenos de malevolencia hacia sus vecinos ofensores, que si Dios, como un eco de su “amén”, hubiese añadido su propio y justo “Así sea” omnipotente, su situación habría sido irremediable y su futura condena, segura.

Es, en verdad, muy común que la disposición dominante del corazón de una persona y los rasgos prominentes de su conducta sean lo opuesto a su “amén” en oración. Ni es tarea fácil, incluso para un cristiano verdadero, aceptar con gozo el “amén” del Señor a sus propias peticiones. ¿Acaso ora un creyente, por ejemplo, para que nuestro Padre celestial someta sus corrupciones, purifique su corazón y eleve sus afectos hacia las cosas celestiales? ¿Y si el Señor, en su gracia, ratifica esa oración con un “amén” eficaz? Tal vez se exprese y se haga efectivo mediante grandes aflicciones en su propia persona, en sus seres queridos o en sus circunstancias temporales—mediante enfermedad, dolor o pobreza. Quizá olvide que el Padre de misericordias aflige a los herederos del cielo para hacerlos partícipes de Su santidad. Cuando las aflicciones llegan, persisten y aumentan, en lugar de ver en ellas una respuesta divina a sus oraciones—aunque sea un modo común de actuar de Dios—con demasiada frecuencia se alarma y se llena de angustia, como si el Señor estuviera en una terrible controversia con él, o como si algo extraño le estuviera ocurriendo. A los cristianos en tales circunstancias, el lenguaje de Pablo es instructivo, correctivo y alentador: “Habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Heb 12:5-6). Tales son las importantes advertencias, amonestaciones y reprensiones que el expresivo “Así sea” sugiere a los adoradores privados.

3. Conclusión

Una palabra para quienes habitualmente dirigen la oración comunitaria, para quienes son adoradores silenciosos y para aquellos que tienen poco o ningún aprecio por la oración, ya sea secreta o comunitaria, concluirá este discurso.


a. A quienes habitualmente dirigen la oración

Es evidente, por lo que se ha dicho, que cuando alguien actúa como instrumento de una asamblea para presentar sus peticiones unidas a Dios, la situación en la que se encuentra es particularmente solemne. Confío en que no sólo mis hermanos en el ministerio aquí presentes, sino también muchos otros en esta congregación, han sido conscientes de ello desde hace tiempo; y sin embargo, quizás ninguno de nosotros lo ha comprendido como debiera. ¿Está acaso un ministro de Cristo bajo la obligación indispensable, al exponer los oráculos divinos, de ser consciente y cauteloso para no malinterpretar ni aplicar incorrectamente el lenguaje de Dios a los hombres? ¿Y no está igualmente obligado a tener cuidado de no tergiversar el carácter y estado, las necesidades y recursos, los temores y esperanzas, las penas y gozos de sus semejantes, cuando habla a Dios en nombre de ellos, de modo que aquellos que participan devotamente en el ejercicio puedan sentir, en mayor o menor grado, que están representados en lo que él expresa? Además, presentarse voluntariamente y de manera pública ante la Majestad divina, culpables, corruptos e indignos como somos; acercarse a Aquel en cuya presencia aquellas estrellas de la mañana, aquellos hijos de luz y amor, los serafines, cubren sus rostros y sus pies (Isa 6:1-4); acercarse a Él, aunque sea al trono de la gracia y por la sangre de Jesús, quien es fuego consumidor; dirigirse a Él en oración, no como individuo aislado, sino presentando las confesiones, súplicas y acciones de gracias de toda la asamblea; como quien dirige las intercesiones de cada adorador en la congregación, por todas las iglesias de Cristo sobre la tierra, por el gobierno civil bajo el cual vivimos, por los millones de nuestros semejantes que yacen en maldad; y todo esto con vistas al “amén” unánime y solemne de toda la asamblea, debe constituir una situación profundamente solemne e importantísima. Tan solemne e importante que justifica sentimientos semejantes a los del patriarca reverente cuando dijo: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gén 28:17). Ciertamente, entonces, mis hermanos en el ministerio, siempre que estemos así ocupados, necesitamos profundamente la gracia o influencia divina para servir a Dios de manera aceptable y ser instrumentos felices para suscitar, promover e intensificar los afectos devotos en los corazones de todos los que se unen con nosotros.

Sí, hermanos míos, nosotros, en particular, estamos bajo la apremiante necesidad de contar con ayuda divina en este servicio sagrado, no sea que, al dirigir la devoción pública, caigamos en una formalidad habitual; no sea que nos contentemos con emplear nuestros dones en la oración como ministros sin ejercitar nuestras gracias en la oración como cristianos. Porque es lamentable el estado de aquel ministro que no está vigilante en este aspecto, ya que la recurrencia frecuente de momentos para dirigir la oración social, no sólo en público, sino también en su propia familia, en casas de amigos y al visitar a los enfermos, tiende—por la depravación natural—a producir una familiaridad irreverente con la oración y con Dios: una familiaridad sin humillación, sin fe, sin fervor y sin gozo.

No ofenderé a mis hermanos si añado: hay fuertes razones para sospechar y lamentar que la falta de atención y la formalidad en nuestras asambleas, cuando dirigimos la devoción, se deban con demasiada frecuencia, al menos en parte, a nuestra propia falta de solemnidad profunda, de ardor santo y de sabor espiritual en el ejercicio. Aunque diariamente nos veamos obligados a lamentar la escasez de espiritualidad en nuestras devociones secretas y tengamos el deber de luchar por ella, con mayor razón debemos procurar, en la oración pública, cuando dirigimos la adoración, poseer un alto grado de claridad en nuestras ideas; de reverencia en nuestras adoraciones; de humillación en nuestras confesiones; de intensidad en nuestras súplicas; de gratitud en nuestras acciones de gracias; y de unción sagrada en todo ello, porque la devoción de muchos otros depende en gran medida, en tales ocasiones, del estado aparente de nuestro corazón; del lenguaje de nuestros labios; y, quizás al reflexionar, de nuestro ejemplo.

Y no es, bajo Dios, de poca importancia para nuestra utilidad, cuando actuamos como la boca de una congregación en oración, que la rectitud de nuestra conducta y la piedad de nuestro carácter estén libres de sospecha por parte de quienes están presentes y deben añadir su solemne “amén”. Porque si la conducta de un ministro está manchada por inmoralidad conocida, o su carácter religioso es considerado dudoso, quienes se unen con él—por más devotas que parezcan las oraciones—probablemente tendrán muchos pensamientos incómodos hacia él en ese momento que interferirán en gran medida con un estado devocional.

De todos los profesantes religiosos en la tierra, ninguno tiene tantos motivos poderosos para la santidad de corazón y de vida, para la espiritualidad y la orientación celestial, o para dirigir los ejercicios de la súplica comunitaria con profunda elevación, como un ministro de la Palabra. Porque, en lo que respecta a las peticiones apropiadas en la oración, las disposiciones habituales del corazón de cualquier persona y el tono de su conducta deben estar siempre en completa armonía; y con mayor razón debería ser así tratándose de un ministro de Cristo. Porque, ya sea que se ponga en pie ante una congregación para interpretar los oráculos divinos o para ser la boca en la oración, debe parecer y ser reconocido como un “hombre de Dios” (1 Tim 6:11), mucho más venerable por su carácter cristiano que por su cargo ministerial. El primero es permanente y marca su destino eterno; el segundo es transitorio y puede desaparecer en un instante. Cómo estén ustedes, mis hermanos en el ministerio, no lo sé; pero en cuanto a mí, cuando reflexiono sobre las numerosas obligaciones bajo las cuales estoy para estar enteramente consagrado a Dios, y sobre los múltiples motivos que tengo para una santidad ejemplar y una mentalidad celestial—motivos que surgen de mi profesión cristiana, de mi ministerio público, de mi oficio pastoral, de mis canas y de una infinidad de otras fuentes—mis propios sermones me reprenden; mis oraciones diarias me reprenden; y me siento profundamente condenado ante Dios. De no ser, por tanto, por el alivio que ofrece la expiación y la intercesión de Jesucristo, estaría completamente confundido. Me hundiría en la desesperación.

Es mucho más común, presumo, que los ministros se sientan cohibidos por timidez cuando deben presentarse ante ciertos personajes entre sus semejantes para tratar algún tema de doctrina, privilegio o deber, que cuando, como la boca de una asamblea, se presentan declaradamente ante el trono de la gracia ante el Dios que escudriña los corazones. Pero ¿de dónde—si se consideran cuidadosamente los puntos anteriores—podría provenir esto en cualquiera de nosotros, sino de nuestra carnalidad, nuestro orgullo oficial y nuestro olvido de la presencia divina en la que estamos? ¡Ay! ¡Ay! Hermanos míos, con demasiada frecuencia—aunque muchas veces sin darnos cuenta—nos preocupa más no obtener ese honor que viene de los hombres y que suele asociarse al conocimiento y la elocuencia—al ingenio vívido y al poder de argumentación en la predicación—que no aprobar ante Dios por medio del ejercicio del arrepentimiento y la fe, de la reverencia y la espiritualidad en la oración. Pero, como dice un apóstol en otra ocasión: “Hermanos míos, esto no debe ser así” (Sant 3:10).

b. A quienes son adoradores silenciosos

Es evidente, por la naturaleza misma de las cosas, que la oración en nuestro estado actual es un deber indispensable y esencial para la verdadera piedad. Por lo tanto, descuidarla por completo sólo conviene al carácter de un ateo, ya que equivale a una negación tácita del dominio divino y de la existencia de Dios. Además, la oración—ya sea comunitaria o secreta, regular, ocasional o breve—no es sólo un deber. También es un privilegio. Sí, conforme a los principios del evangelio, es un privilegio de gran importancia. Porque es un medio principal de edificación espiritual o de fortalecimiento de las virtudes cristianas cuando éstas han sido producidas en nuestros corazones. Ninguna ordenanza de culto santo ni ejercicio alguno de la mente humana está más adaptado para cultivar los principios de la verdadera piedad en toda persona nacida de nuevo. Debe considerarse, por tanto, como un medio admirable para fomentar la santidad y aumentar la felicidad en este mundo de maldad.

La oración solemne y frecuente está diseñada, por ejemplo, para mantener en la mente un sentido devoto de nuestra total dependencia de Dios, de Su dominio sobre nosotros, y de nuestra responsabilidad ante Él como Gobernador moral del mundo; para suscitar reverencia hacia Su majestad, Su justicia y Su pureza; para promover el ejercicio de la humillación, la contrición o el dolor piadoso por el pecado ante Él; para hacernos más entrañable la expiación e intercesión de Jesús, al ser conscientes de que somos pecadores y sabiendo que Aquel a quien oramos es fuego consumidor; para incrementar nuestro deseo de influencia santificadora y de conformidad a la imagen del Redentor; para preparar nuestros corazones a recibir con gratitud las bendiciones que nos son necesarias; para fomentar, al interceder por otros, el ejercicio del amor fraternal hacia los verdaderos cristianos, y de los afectos sociales y benevolentes hacia toda la humanidad; para habituarnos y familiarizarnos con la comunión filial con Dios; para ser un medio por el cual disfrutar de esos anticipos celestiales, de esos placeres refinados que sólo la comunión con el Padre y con el Hijo puede ofrecer; para prepararnos, tanto para deberes arduos como para conflictos dolorosos aquí; y para madurarnos para una partida gozosa hacia el estado de bienaventuranza celestial. Pues, como se dijo antes, “el que ora como debe, procurará vivir como ora”.

Siendo así los efectos beneficiosos de la oración verdadera en el fortalecimiento de la piedad genuina, si nuestros corazones estuvieran perfectamente alineados con Dios, todas nuestras facultades mentales y todas las energías de nuestras almas se unirían día tras día en sus esfuerzos ante el trono de la gracia. Pero aunque, en ciertos momentos de luz durante nuestras devociones, nos sentimos cerca de Dios y nuestros corazones se expanden con afectos santos hacia Él revelado en Jesús; aunque en tales ocasiones contemplamos Su gloria, nos deleitamos en Su presencia y nos sentimos reducidos, por así decirlo, a la nada ante Él, gozándonos de que Él reina, de que estamos en Sus manos, de que siempre ejecuta Su voluntad, de que nuestra felicidad inmortal depende enteramente de Su favor y de que Él es el todo eterno… ¡cuán pronto pasan esos momentos felices! Sí, hermanos míos, con demasiada frecuencia, al dirigirnos al Padre de misericordias, nuestras mentes están oscuras y nuestros afectos piadosos dormidos. Las fuentes del dolor piadoso parecen haberse agotado y los gozos de la comunión con nuestro Padre celestial nos parecen lejanos. Lo tratamos sin reverencia, sin confianza y sin deleite, como si fuera apenas superior a un ídolo mudo que ni se interesa ni sabe cómo se le adora. Así preparamos el terreno para un dolor amargo y confesiones llenas de aflicción. O bien, aunque no caigamos tan bajo en nuestros ejercicios devocionales, nuestros pensamientos con frecuencia son tan volátiles, tan difíciles de gobernar, tan errantes… Nuestros esfuerzos por despertar los principios de la devoción son tan débiles e ineficaces que hay muy poco que conserve el sabor de la verdadera piedad en nuestras oraciones, salvo quizás la lucha contra nuestras propias corrupciones y un “Dios, sé propicio a mí, pecador” al concluir (Lc 18:13), o la exclamación ardiente de un apóstol: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom 7:24). ¡Tal es la representación sin distorsión de la manera en que con demasiada frecuencia llevamos a cabo nuestros deberes devocionales!

¿Pero habremos de decir nosotros, hermanos míos—cuando somos conscientes de estas abominaciones en nuestras oraciones—“Ay, estamos tan depravados que, sin ayuda divina, no podemos hacer otra cosa si no es velar, suplicar y luchar contra ellas”? ¡Lejos esté tal actitud! La culpa está en nosotros, incluso en lo más profundo de nuestros corazones; y por tanto, debemos avergonzarnos. La responsabilidad nos pertenece, y por ello debemos condenarnos a nosotros mismos. En lugar, entonces, de consolarnos, cuando somos reprendidos por tales males, acudiendo de inmediato a las palabras de nuestro Señor, “Separados de mí nada podéis hacer” (Jn 15:5), deberíamos, primero, procurar humillarnos hasta el polvo ante Dios por esa corrupción interna que hace absolutamente necesaria Su ayuda divina para nosotros, y luego buscar el aliento que nos ofrece Su gracia soberana.

c. A quienes tienen poco o ningún aprecio por la oración

Que hay millones de personas así en el mundo es un hecho lamentable, y probablemente algunos de ustedes sean de ese carácter. Permítanme entonces dirigirme a ustedes con algunas preguntas; y, como en la presencia de Dios, que sea la conciencia quien responda. ¿No viven algunos de ustedes habitualmente sin oración secreta, sin sentir devotamente y reconocer solemnemente su total dependencia de la Providencia para la vida y la salud, para el alimento y el vestido? ¿Ninguno de ustedes se levanta por la mañana, recibe lo necesario durante el día y se acuesta por la noche sin doblar la rodilla ante Aquel en quien viven, se mueven y existen? Son alimentados, están vestidos, disfrutan de salud y abundancia, mientras multitudes están consumidas por la enfermedad y oprimidas por la falta de alimento y de ropa necesarios. ¡Pero cuán ingrata y rebelde es la respuesta que ustedes, criaturas sin oración, dan a esa liberalidad divina que es la fuente de todos sus recursos! Han pecado. Han ofendido al Altísimo. Están en Sus manos para que Él haga con ustedes lo que le plazca. Y nadie puede decir cómo dispondrá de ustedes; y, sin embargo, nunca han considerado que valga la pena leer Su Palabra con diligencia, estudiar Su evangelio con oración o siquiera clamar por misericordia. Han oído, quizá, o podrían haber oído miles de veces, la doctrina de la salvación por Jesucristo en el ministerio público; pero nunca se han propuesto seriamente comprender su significado lleno de gracia ni han orado por iluminación. Están bajo una sentencia divina de muerte temporal, lo cual no pueden dudar. No saben si vivirán un día más y están en inminente peligro de ruina eterna; y sin embargo, lejos de estar despiertos a sus intereses finales, lejos de vivir como quienes caminan al borde de la tumba, continúan dormidos en sus pecados, soñando con larga vida y con muchos días felices en este mundo de maldad, de decepción y de miseria. Estando bajo la maldición de la ley divina, están en todo momento expuestos a la perdición eterna. Si la muerte los sorprende en esa condición, no será otra cosa que el arresto de la justicia eterna, convocándolos a comparecer ante el tribunal de Dios; y entonces su condena será inevitable. ¡Y aún así viven sin seriedad habitual, sin verdadera devoción y sin oración solemne! Pero si fueran informados infaliblemente de que Dios les ha prohibido absolutamente orar, o que ha determinado no prestar jamás atención a sus oraciones, por ardientes o frecuentes que fueran, ¡cuán terrible sería su situación, incluso desde su propia perspectiva! La desesperación más oscura probablemente envolvería sus mentes. Un tembloroso horror se apoderaría de sus cuerpos, y sus emociones serían un anticipo espantoso del infierno. Poco se imaginan ustedes que, mientras permanecen en un estado sin oración e impenitente, si Dios los dejara en él, ciertamente continuarían acumulando “ira para el día de la ira” y tendrían que “beber de la ira del Todopoderoso” (Rom 2:5; Job 21:20). ¡Que el Espíritu de gracia los impulse eficazmente a “buscar… al SEÑOR mientras puede ser hallado”, a “llamar… en tanto que está cercano”, y a “huir de la ira venidera” (Isa 55:6; Mat 3:7)! Porque si persisten en una condición irreflexiva, impía y sin oración, la sentencia final de Jesús, el Juez supremo, ciertamente será: “Apartaos… malditos, al fuego eterno” (Mat 25:41). Y todas las criaturas santas, aprobando perfectamente esa sentencia irreversible, dirán al unísono: “Amén.”